«El día que las máquinas se paralicen» por Arnaldo Jiménez

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Quiero soñar, tengo derecho a delirar con un día inverosímil, un día que se negaría a sí mismo y no tendría cabida en nuestras vidrieras ni en las letras de las canciones. Quiero imaginarme, acaso para atraer su realidad onírica a nuestras verdades cotidianas, un día en el que las máquinas que hemos diseminado por el planeta se paralicen, dejen de sonar, de moverse, de perseguirnos y ensuciarnos.

No tendría muy clara la razón de esta locura, pero es seguro que sería la expresión de una gran nostalgia por el silencio perdido, por volver a degustar las voces sin la mediación de los aparatos.

Tal vez podríamos creer en un acuerdo de las Naciones Unidas por restablecer las cuotas de paraíso que hemos ido destruyendo, pensando que, un tal paisaje, es un asunto de otro cielo, de otro mundo. Pero las Naciones Unidas ya no servirían para nada, es decir, ya no organizarían la violencia.

Quizás se haga necesario, para bajar los niveles de exterminio en las pieles del planeta, decretar un día de inmovilidad para las máquinas. Un día en que dejemos de fumar los inmensos cigarros de las industrias. Pero el día al que hago referencia es el inicio de otro estado de cosas: un día en que las máquinas dejarán de funcionar por obra y gracia de nuestra voluntad.

El día que se paralicen las máquinas estaríamos en el verdadero tiempo del progreso, avanzaríamos una enormidad hacia la felicidad general, ese sueño que ha devenido guerras, inventos tecnológicos y muerte de casi todos los ecosistemas.

Todo amanecería callado, las casas sentirían pasar por dentro de ellas un aire de frescor. Cuántas capas irreales dejaría caer el fluido eléctrico. Todas sus máscaras rodarían sin hacer ruido, sin despertar a nadie.

Las ventanas y las puertas quedarían abiertas y nos veríamos obligados a cuidarnos y a conversar para conocernos, para repensar el pasado. La mayoría de nuestras pertenencias la producen las máquinas, así que, al desgastarse el valor de esas cosas, al carecer de importancia, no habría valores qué cuidar, los ladrones no tendrían caso, ¿para qué arrastrarse por los techos?, ¿para qué incendiar las puertas de los bancos? ¿Para qué destruir un país, desolarlo?

El mundo comenzaría a perder el brillo de las luces artificiales y, en su lugar, admiraríamos el trabajo del sol sobre la realidad, sus destellos en lo que dejó de servir, sus alcances de vida sobre las aguas, el milagro que produce en los jardines. Por fin veríamos el verdadero color de las noches y dejaríamos que las velas vuelvan a poblar los hogares y nos duerman al calor de sus mansedumbres.

Los seres humanos estaríamos ocupados por un buen tiempo. Un tiempo que no nos persiga con sus fauces famélicas. Un buen tiempo, instantes de regocijos continuados, signados por las mutaciones de la naturaleza o por lo que de ella haya quedado.

Sería preciso ponernos de acuerdo para curar las heridas que le ofrecimos a la Tierra, así como a nuestras propias heridas morales y físicas; en ello gastaríamos muchos años, pero sería una pasión por vivir y no por morir o asesinarnos. Recordemos que ya el dinero no andaría entre nosotros, que inventaríamos una manera de intercambio más tierna, más misericordiosa. Por tanto, escucharíamos desde cualquier rincón la caída estrepitosa de los alambres y de los muros separadores de países y de personas. Un gran cementerio de armas crecería y estaríamos fraternalmente unidos en la tarea de reciclarlas y dejar de sentir el ruido de sus expectativas, de sus inminentes estallidos.

Sería impensable que en alguna plaza se colocaran las estatuas de los héroes de guerras o fuesen adornadas con mísiles y cañones ostentando las fuerzas de nuestras formas predilectas de exterminios. Un paisaje urbano comenzaría a arruinarse y a ser invadido por nuevas formas de vida.

Los autos se convertirían en espacios de juegos para la infancia, todos los esclavos del mundo que alguna vez fueron utilizados para la construcción de grandes puentes e infinitas carreteras y autopistas, saldrían con sus utensilios de retorno a destruir el asfalto que cubre la respiración del planeta; lentamente advendría el amarillear de los caminos, y las plantas y simientes, tanto tiempo dormidas en sus asfixias, se despertarían y asomarían al mundo sus nacimientos.

En vez de observar los programas televisivos, nos sentaríamos unos cerca de los otros a escucharnos verdades y sueños, inventaríamos juegos, contaríamos historias nunca contadas, conservaríamos el pasado en la voz y en los oídos, le pondríamos nombres a las estrellas, sabríamos la ubicación de las constelaciones… Quedaría el teatro como sustituto de la televisión, y los cuentos de familia como alternativa a la radio. Reinventaríamos el origen de las canciones, los oficios con calma, sin la coreografía de la liberación en el asedio de las vigilancias.

No habitaríamos un paraíso, tendríamos envidias, seríamos aún crueles, tendríamos malas costumbres, nos caerá mal alguna persona, envidiaríamos los ojos de aquella, el amor del otro; y eso sería la expresión, reducida al mínimo, de nuestras perversidades.

Podrían dejar de aparecer las matanzas, los asesinatos colectivos en nombre de los dioses que nos amargaron la existencia, no sucederían las guerras dado que la inflamación del dinero ya no habitaría nuestros pensamientos; la propiedad privada será un delirio superado.

Estaríamos ocupadísimos en ser parte de la naturaleza, ya no sería importante la puntualidad, nos tardaríamos viendo los paisajes, disfrutando de los sonidos del mundo que se ocultaron en las estridencias de las máquinas.

No sería ilógico que algunos seres luchen por quedarse en el pasado, que añoren las capas de smog usurpadoras del aire, que les haga falta el trabajo muerto en sus cuerpos, que anhelen la acumulación, los ruidos salvajes de la civilización.

Pero seríamos más los que desearíamos lo contrario y, el asomo en el borde de la extinción total, nos haría pronto abandonar esas creencias. Es muy probable también que las naciones poderosas pretendan seguir oscureciéndose con el petróleo y declaren la última gran explosión, el big bang inverso a la creación.

Pero el día con que yo sueño es una utopía del acuerdo en querer seguir generando la vida, un acuerdo universal y humano, no tecnocrático.

 

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Muchas generaciones serían testigos de cómo irían los ríos volviéndose transparentes y cómo el mar iría devorando para siempre las manchas de combustible y los derrames petroleros.

Dejaríamos, eso sí, las máquinas que no evocan violencia. Las clepsidras nos marcarían el tiempo; los otros relojes se atascarían en el segundo infinito de sus propias muertes, rechazaremos su marcha, que es la misma de los soldados, de los bombardeos, de los robos.

Los sonidos apacibles poblarían nuestras casas. Escucharíamos la obsesión de los grillos en los rincones, el agua hirviendo en las ollas. La música de los goznes envejecidos, el chirriar de las camas a la hora de amar, el golpe de sangre en el centro del cuerpo cuando te acerques al abrazo.

Podríamos hasta escuchar la desnudez, y la luz de los pájaros. El vacío del bambú, las espigas enderezadas por el viento, la confesión del colibrí en el oído de las rosas. El musgo estirándose en las paredes, el delirio de la geometría en los nidos. Podríamos palpar la prisa de los lagartijos al sonar las hojas secas.

Las bandadas de aves huyendo hacia el misterio… Y nos sentiremos a gusto bajo las sombras de los árboles, sin prisa por llegar a las condenas: esas cárceles simuladas donde hemos trabajado. Podremos leer la memoria de las raíces y de las cortezas, asombrados por la música que tenía la lluvia y el estertor de las estrellas cavando en la noche.

La vida será larga, no tendremos noción de la duración de un día según los patrones de rendimiento económico; por tanto, la vejez aparecerá como el moho en la piel de la humedad, y estaremos orgullosos de haber dado nuestra vida a los afectos y no a los gerentes o a los patrones.

Tanta angustia sacudida al piso tal como nos quitamos el sudor de nuestras frentes. La muerte volverá a ser un misterio indispensable para pensar el de la vida, ya no se multiplicará en los miles engranajes de las máquinas. Entonces comprenderemos que siempre hemos sido de aquí, de estas costumbres de comprendernos, de ese modo de amarnos y acompañarnos.

 

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Arnaldo Jiménez nació en La Guaira en 1963 y reside en Puerto Cabello desde 1973. Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo (UC). Maestro de aula desde el 1991. Actualmente, es miembro del equipo de redacción de la Revista Internacional de Poesía y Teoría Poética: “Poesía” del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, así como de la revista de narrativa Zona Tórrida de la UC.

Entre otros reconocimientos ha recibido el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos Fantasmas y Aparecidos Clásicos de la Llanura (2002), Premio Nacional de las Artes Mayores (2005), Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt (2012), Premio Nacional de Poesía Stefania Mosca (2013), Premio Nacional de Poesía Bienal Vicente Gerbasi, (2014), Premio Nacional de Poesía Rafael Zárraga (2015).

Ha publicado:

En poesía: Zumos (2002). Tramos de lluvia (2007). Caballo de escoba (2011). Salitre (2013). Álbum de mar (2014). Resurrecciones (2015). Truenan alcanfores (2016). Ráfagas de espejos (2016). El color del sol dentro del agua (2021). El gato y la madeja (2021). Álbum de mar (2da edición, 2021. Ensayo y aforismo: La raíz en las ramas (2007). La honda superficie de los espejos (2007). Breve tratado sobre las linternas (2016). Cáliz de intemperie (2009) Trazos y Borrones (2012).

En narrativa: Chismarangá (2005) El nombre del frío, ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). Orejada (2012). El silencio del mar (2012). El viento y los vasos (2012). La roza de los tiempos (2012). El muñequito aislado y otros cuentos, con ilustraciones de Deisa Tremarias (2015). Clavos y duendes (2016). Maletín de pequeños objetos (Colombia, 2019). La rana y el espejo (Perú. 2020). El Ruido y otros cuentos de misterio (2021). El libro de los volcanes (2021). 20 Juguetes para Emma (2021). Un circo para Sarah (2021). El viento y los vasos (2da edición, 2021). Vuelta en Retorno (Novela, 2021).

(Tomado de eldienteroto.org)

 

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