Hacemos un alto en el tema que nos ocupa para rendir justo homenaje a la poeta surrealista, de origen judío, Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972), con motivo de haberse conmemorado este 25 de septiembre el 52 aniversario de su último vuelo por el mundo de las letras.
Su obra lírica comprende los poemarios: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971).
En 1966 publicó el relato La condesa sangrienta. Póstumamente fue publicado Textos de sombra y últimos poemas (1982), que incluye la obra teatral Los poseídos entre lilas y la novela La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa.
Sus cartas quedaron recopiladas en Correspondencia (1998) y su destacada obra fue reconocida concediéndole las prestigiosas becas Guggenheim (1969) y Fullbright (1971).
Esta polifacética creadora ejerció también la crítica literaria, el ensayo, la pintura y la traducción. Entre 1960 y 1964 vivió en París donde trabajó para la revista Cuadernos y algunas editoriales francesas, donde publicó poemas y críticas en varios diarios y tradujo a los poetas surrealistas Antonin Artaud, Henry Michaux, Ives Bonnefoy y Aimé Césaire.
Además, fue colaboradora de las míticas revistas Poesía Buenos Aires y Sur. En esta última dedicó una reseña a la revista venezolana Zona franca, dirigida por Juan Liscano, en la que elogia su excelente crítica poética y la práctica de un periodismo a escala espiritual, donde sus redactores intentan extraer el lado más provechoso de la natural contradicción inherente al hombre y al arte.
Queremos dejar por sentado que con el abordaje de la literata argentina en esta tercera entrega, no corremos el riesgo de perder el hilo narrativo, ni la coherencia discursiva de la temática planteada, dado que la poética de Pizarnik siempre estuvo marcada por la sombra siniestra del nazi-fascismo que se cernió sobre sus progenitores (su padre era ruso y su madre de Eslovaquia) y demás familiares, durante las dos grandes contiendas mundiales que asolaron el mundo, arrojándolos al exilio, lejos de su patria, o al infierno de los campos de concentración donde la mayoría de ellos perdió la vida.
Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker de Pozharnik (la variante posterior en la ortografía del apellido es atribuible a un error en el registro de funcionarios de inmigración) llegaron a Argentina en 1934, procedentes de su Ucrania natal y de París, donde se había refugiado un hermano paterno. Eran la típica familia de inmigrantes judíos que en casa hablaban ruso e idish, y en su vida social el idioma español.
Es por esto que nuestra poeta, además de ser estudiante de la escuela pública argentina frecuentaba la escuela judía, donde educadores formados en Europa les enseñaban a los hijos de inmigrantes a leer y escribir en idish (lengua de origen alemán, en la que aparecen términos en hebreo y también palabras de los idiomas extranjeros adquiridos por los judíos durante las migraciones) y a conocer la historia del pueblo judío y a venerar las festividades de su religión.
Cristina Piña, biógrafa de Pizarnik, vincula la conexión de la poeta al judaísmo desde niña, con sus raíces familiares, por tanto adherida al sionismo durante la adolescencia, cumplidos los doce años, es decir, en 1948, año de la cuestionada fundación del Estado de Israel (fatídica fecha llamada Nakba o catástrofe por los palestinos).
Es importante añadir que con el paso de los años la Pizarnik tendría “una invencible aversión a la política, que justificaba con el hecho de que su familia en Europa hubiera sido sucesivamente aniquilada por el fascismo…”
A esto hay que sumar que de vuelta a Argentina, luego de su estadía en París, Pizarnik se encuentra con brotes de antisemitismo en las calles que agudizan su sentimiento de pertenencia al judaísmo, dando muestra de ello en los últimos escritos de sus Diarios:
“Nunca me he sentido judía como anoche. Sentirme judía era poder decir en silencio que soy una exiliada, que mi voz es de llanto y de fatalidad, que me persiguen, que ninguna tierra es mía, que soy por todas partes una extranjera y que en mi voz hay silencio a causa de demasiado amor y demasiado sufrimiento… Por mi sangre judía soy una exiliada. Por mi lugar de nacimiento apenas si soy argentina (lo argentino es ireal y difuso). No tengo una patria. En cuanto al idioma, es otro conflicto ambiguo”.
Así vemos cómo la alteridad judío-argentina la hizo outsider, es decir, un personaje sin un sitio en la sociedad, con pocas posibilidades de disolverse en la masa amorfa y atomizada de una comunidad. Su búsqueda de un “yo” adquirió diferentes denominaciones: “la náufraga”, “la viajera”, “la volantinera”, “la peregrina”, “la extranjera”, todo esto reflejado en sus poemas. En opinión de Patricia Venti, estudiosa de su vida y de su obra, dichas denominaciones tienen una cualidad en común que las aúna: la errancia.
Una de las imágenes que la poeta reitera con insistencia en sus escritos es la de la infancia, bastante traumática debido a que era asmática, adolecía de tartamudez al hablar y tenía problemas de acné y sobrepeso, además del sufrimiento cuando su madre la comparaba con su hermana Myriam, destacando la salud y belleza de esta.
Todo ello sumado al rechazo y la burla de sus compañeros de escuela, quienes la veían como extranjera por sus costumbres y acento judío, a pesar de ser argentina, cuestión que la acomplejaba y la llevaba a permanecer aislada, produciéndole una desgarradura que intentaba sanar a través de la palabra poética, de forma obsesiva. De esta manera vemos como en sus primeros escritos se remite a la infancia para expresar el dolor que la embarga, exclamando que “el cielo tiene el color de la infancia muerta”.
En sus Diarios, el 18 de marzo de 1961, pag, 250, Alejandra Pizarnik escribe:
“Más miedo que antes. Antes me disculpaba mi cara de niña. Ahora, súbitamente, me tratan como una grande. Ya no me exceptúan por mi edad breve. Ya no es tan breve. Ya no me ampara mi cara de niña (…), pero nadie me sonrió con ternura, como pasaba antes, cuando asombraba por mi rostro de niña precoz y procaz”.
Al respecto, André Breton, en Diccionario del surrealismo, Buenos Aires, 1987, nos recuerda que “Si le queda al hombre un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado.
En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suyo esta ilusión; solo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen: Todas las mañanas, los niños inician su camino con inquietudes. Todo está al alcance de la mano”.
Posteriormente, insistiendo en el tema en Manifiestos del surrealismo, 1974, págs. 61-62, André Bretón expresa:
“Quizá sea vuestra infancia lo que más cerca se encuentra de la “verdadera vida”; esa infancia, tras la cual el hombre tan solo dispone, además de su pasaporte, de ciertas entradas de favor; esa infancia en la que todo favorece la eficaz y sin azares posesión de uno mismo. Gracias al surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación, o de su perdición…”
Otro hallazgo importante que encontramos en sus poemas es lo autobiográfico, que la relaciona directamente con los simbolistas Rimbaud, Baudelaire, Lautréamont; y los surrealistas Artaud, Breton, Éluard, cubriéndola ligeramente con esa aura que la lleva a ser conocida en el ámbito literario con el mote de poeta maldita, por su temprana muerte y el rechazo del que era objeto por su condición de bisexual, transgresora y descuidada vestimenta que desentonaba con la muy burguesa sociedad porteña a la que pertenecía.
Igualmente, podríamos señalar otras características presentes en su creación poética: la búsqueda de identidad, dada por su condición de sentirse extranjera, hija de inmigrantes judíos-ucranianos asilados en Argentina; su estilo, marcado por la brevedad y la precisión de los haikús japoneses; la presencia constante del silencio y la soledad en su imaginario poético; además de la angustia, el miedo y la depresión que la llevan a padecer de un insomnio crónico al borde de la locura y el suicidio. Estos como última vía para liberarse de los demonios interiores que la atormentan, impidiéndole finalmente encontrar sosiego en su desgarradora escritura rimbaudiana, como último refugio interior:
El viento me había comido
parte del cuerpo y las manos
me llamaban ángel harapiento
yo esperaba.
La noche es otro de los espacios transitados por esta autora quien últimamente es considerada objeto de culto e imitación por las nuevas generaciones de poetas y escritores. En el siguiente texto podemos apreciar cómo esta poeta asume la oscuridad como metáfora, para expresar el sentimiento de desarraigo y abandono que la persigue constantemente, dejándolo expresado magistralmente:
Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí,
y más aún, me asiste como si me
quisiera,
me cubre la conciencia con sus estrellas.
Tal vez la noche sea la vida y el sol la
muerte.
Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada.
Tal vez las palabras sean lo único que
existe
en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus
recuerdos.
Pero la noche ha de conocer la miseria
que bebe de nuestra sangre y de
nuestras ideas.
Ella ha de arrojar odio a nuestras
miradas
sabiéndolas llenas de intereses, de
desencuentros.
Pero sucede que oigo a la noche llorar
en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.
Alguna vez volveremos a ser.
También es importante destacar que el carácter confesional tan singular que encontramos en sus textos ha sido clave para atrapar tantos lectores, al extremo de crear cierta adicción, ya que cuesta mucho esfuerzo desprenderse de estos una vez que hemos osado traspasar sus umbrales y recorrer su laberíntico universo, atravesado por imágenes delirantes y fantásticas, extraídas de su mente sumergida en los meandros escabrosos de la imaginación, por efecto del consumo de estupefacientes, barbitúricos y somníferos.
Vale la pena señalar la presencia de lo pictórico y visual en su obra, en la que sus escritos están intervenidos por sus dibujos y sus dibujos por sus poemas, casi en los límites de la representación del lenguaje, contando con la presencia de autores como El Bosco, Arp, Tanguy, Miró o De Chirico, de quienes tuvo marcada influencia en el campo visual.
“Me hechiza y me embruja comprar lapiceros, rotuladores (tengo 83) y todo lo que existe en esos palacios llamados papelerías”. Obsesión que era parte de su producción artística, al igual que su costumbre de escribir sus versos en un pizarrón utilizando tizas de diferentes colores, antes de plasmarlos en la página en blanco. Actualmente sus manuscritos y dibujos están en la Universidad de Princeton, en la Biblioteca Nacional de Uruguay y en Francia.
Finalmente, una última faceta que resulta interesante abordar es su intenso intercambio personal y epistolar con reconocidos escritores de la época como Octavio Paz, Julio Cortázar, Italo Calvino, César Aira, Olga Orozco y Silvina Ocampo, quienes enriquecieron y tuvieron alguna influencia en su obra.
En una carta que escribe a Julio Cortázar, con quien mantuvo una intensa amistad, podemos leer:
Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio- que fracasó, hélas).
Alejandra
A lo que Cortázar le responde con otra misiva para reconfortarla y pedirle que le escriba de nuevo, dado la gravedad de la situación existencial por la que estaba atravesando.
Esta carta la envió poco antes de su suicidio:
“Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza- y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya”.
Julio
Septiembre de 1971.
Lamentablemente, esa carta nunca llegó a su destino. Alejandra Pizarnik salió de permiso del Hospital Psiquiátrico en el que recibía tratamiento y la madrugada del 25 de septiembre de 1972 elige acudir al llamado del “Dios salvaje”. Ese día toma la infausta determinación de ingerir 50 pastillas de Seconal. Antes dejó escrito en la pizarra de su habitación su terrible adiós: “No quiero ir más que hasta el fondo”.
(Continuará). ¡Salud, Poetas!
***
Mohamed Abí Hassan (El Tigre, 1956). Poeta, artista visual y editor independiente. Licenciado en Educación, Mención Artes Plásticas (cum laude), por la Universidad de Carabobo (UC). Ha ejercido la docencia en la UC y en la Universidad Arturo Michelena. Ha sido colaborador en las revistas Poesía y La Tuna de Oro (UC). Primer Premio II Bienal de Literatura Gustavo Pereira, Mención Poesía 2013; Primer Premio IV Bienal de Literatura José Vicente Abreu, Mención Poesía 2016; Primer Premio Concurso Nacional del II Festival 3.0 de Historias Comunales Ramón Tovar (2022).
Formó parte de la Comisión Rectoral del Encuentro Internacional de Poesía de la UC. Coordinó el Taller de Formación de Cronistas Comunales en Mariara, estado Carabobo, auspiciado por el Minci, la Revista Nacional de Cultura y el Centro Nacional de Historia. Actualmente se desempeña como facilitador de talleres de iniciación en la creación literaria, así como talleres sobre patrimonio histórico.
Ciudad Valencia