Con más de once millones de votos, Gustavo Petro fue electo presidente de Colombia.
Un resultado para nada sorpresivo y que implica que el antiguo Virreinato parece que se ha librado de más de doscientos años de gobiernos elitescos y entregados al favorecimiento de los intereses imperialistas, tradición iniciado por el mayor traidor del ideal bolivariano, Francisco de Paula Santander.
Es innegable que la ciudadanía colombiana se hartó de gobernantes que para nada tienen en cuenta las necesidades y las aspiraciones de las clases menos favorecidas.
Colombia es con mucho uno de los países más desiguales del mundo en el cual el abismo entre los que más y los que menos tienen es tan profundo y ancho que es prácticamente imposible vadearlo.
La clase dirigencial colombiana es ejemplo de ello. Oligarquías empresariales, mediáticas y terratenientes han gobernado al vecino país desde el siglo XIX. Padres e hijos como los Pastrana, o la familia Santos con el abuelo Eduardo Santos Montejo, y los nietos Juan Manuel Santos y Francisco Santos Calderón, presidente el primero y vicepresidente el segundo. Santos Montejo fue socio mayoritario y fundador del Diario El Tiempo junto a Daniel Samper Pizano, hermano del expresidente Ernesto Samper Pizano y con ascendentes en la nobleza española todo esto siendo apenas una punta del iceberg de quienes detentan el poder colombiano. O sea, una pelusa.
Frente a estos políticos de raigambre surge a finales del siglo pasado y comienzo de este la figura de Álvaro Uribe Vélez, no ligado de buenas a primeras a la eterna oligarquía colombiana, sino a una reluciente y emergente oligarquía terrateniente, ligada al paramilitarismo y al narcotráfico, al punto que el mismísimo gobierno estadounidense lo cataloga en una lista como el N° 82 de un grupo de personas aliadas con el narcotráfico, pues, entre otras cosas, como jefe de aeronáutica civil entre 1980 y 1982, época de oro de los carteles de la droga en Colombia, otorgó cientos de habilitaciones a aeropuertos y aeronaves usadas por el narcotráfico.
Aunque a Uribe se le atribuye gran parte de la pacificación y cierta estabilidad económica al vecino país no es menos cierto que la tal pacificación se vio afianzada por enormes matanzas atribuidas al paramilitarismo del cual se le tiene como uno de sus cabecillas o a los llamados falsos positivos, acciones que el ejército o la policía colombiana ejecutaba al asesinar a civiles inocentes y hacerlos pasar como guerrilleros.
Por último, el más reciente de los expresidentes colombianos, Iván Duque, quien tiene prácticamente como único mérito el haber sido auspiciado, patrocinado y dirigido por Álvaro Uribe.
De Duque no se puede decir mucho por ser un sujeto demasiado opaco, oscuro, con poco que dejar a la historia, salvo su genuflexión ante los Estados Unidos reflejados en el apoyo al tristemente célebre concierto desestabilizador de la frontera, el apoyo a la barrabasada de Juan Guiadó y las acciones violentas contra Venezuela, como la infame operación Gedeón y sumarse como casi la única voz replicante justificando la no invitación de Venezuela, Nicaragua y Cuba a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles.
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Queda en manos de Gustavo Petro entonces reconstruir tantos entuertos colombianos, intentar deslastrarse de la sumisión en la que la sumergieron décadas de gobernantes manipulados por las elites, al principio económico mediáticas y al final narco paramilitares que son quienes realmente han gobernado Colombia.
No le viene fácil a Petro, ni a Francia Márquez, su vicepresidenta, sacudir las estructuras de poder colombiano y aunque creemos que este nuevo gobierno no está para dar pasos gigantes en ese sentido, si se da un pequeño impulso para librarse de la nefasta influencia estadounidense que la tienen sumida en una neo colonia del siglo XXI.
Fernando Guevara / Ciudad Valencia