María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)-Un abrazo para Valencia
María Alejandra Rendón, autora de la columna Nos (Otras)

Tu pareja te ayuda… ¡Qué afortunada!… Entrando el mes de marzo, que en su día 8 conmemora el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pese a los esfuerzos del mercado de despojar la raíz política de esa fecha, es necesario seguir condenando las inequidades presentes en todos los ámbitos de la vida pública y, sobre todo, la privada. Más allá de los avances, la deuda cultural es enorme y, por lo tanto, es justa la tarea de visibilizarla.

Las mujeres, a diferencia de los hombres, están sometidas a cargas extenuantes de trabajo, esa que se ejecuta en todo momento y a tiempo completo y que, casi siempre, recae indefectiblemente es éstas o en colaboración con otras mujeres, solo por el hecho de serlo, no hay otra premisa. La carga laboral propia de quienes están insertas en el mercado formal de trabajo, no las exime de cumplir también con una cantidad de tareas inherentes el cuido, la maternidad y las labores domésticas. Esta última viene siendo la más exigente, pero, al mismo tiempo, la menos visible, la menos valorada, la que nunca tiene remuneración. No solo debe hacerse gratis, sino de manera obligatoria y bien.

 

El capitalismo ha hecho usufructo de la fuerza laboral y doméstica de las mujeres como ningún otro orden económico. Actualmente la media salarial por igual trabajo e igual calidad de desempeño, las mantiene con 15% menos de ganancia respecto a la remuneración masculina y en desventaja frente a muchas clausulas de contratación, están en menor probabilidad de ser ascendidas, se les otorgan tareas “propias de su sexo” (división sexual del trabajo), son muchísimos más los casos de maltrato y violencia laboral hacia éstas, así como están constantemente sometidas a mayores niveles de exigencia. A esto se les suma la constante subordinación a jefes masculinos, la subestimación propia de quien se considera “no está preparada para dirigir” o la invisibilización de su esfuerzo.  De manera que siempre su desenvolvimiento será más vigilado en el campo laboral, porque en la casa son las dueñas y señoras, nadie pone en duda que lo harán bien porque “nacieron para eso” y además, porque mas nadie disputa un espacio en el que no hay pago, ni reconocimiento alguno, es su deber y ya.

 

Manuales de esposas ideales, literatura, medios, novelas, cine, y toda la industria cultural ha hecho presente y “correcta” la idea de que, las tareas del hogar las atienden las mujeres o “son cosas de mujeres” y no existe otras explicaciones, sino las mas sexistas: “así ha sido siempre”, “a ellas se les da mejor” o “son las duchas en la materia” o por “naturaleza están destinadas a cuidar, atender y satisfacer esas necesidades”. Algunas veces se les incentiva con admiración o por tras loar “su labor”, quizá para convencerles de que allí y solo en ese ámbito, son buenas, son las mejores, inigualables e insuperables.

Allí, justo donde, por lo general, sirven al resto, y no solo en el espacio privado, sino que sirven al sistema, son útiles para generar ganancias obscenas, cuidar de todas las necesidades domesticas de la población sin recibir pago alguno por ello, convencidas por la sociedad de que  mientras mejor lo hagan, más valoradas serán por el sexo opuesto y por la sociedad en general: “mujeres de bien” o “mujeres de su casa”. El hombre en cambio, quedó para resguardar su papel de proveedor y de protector. Se adjudica a él la figura de poder, cabeza de familia y obtiene capacidad económica para tener un mejor desenvolvimiento social.  La mayoría de hombres no están en situación de dependencia económica.

Aun cuando la mujer trabaje y se esfuerce por hacer estable la economía familiar, raras veces logra desprenderse de las tareas domésticas y de la enorme carga mental que la obliga a estar al tanto y llevando a cabo las acciones múltiples como: representar a los hijos e hijas en el cole, lavar, planchar, cuidar las plantas, la nutrición de la familia, la contención emocional de los hijos, atender sus demandas afectivas, cuidar enfermos, limpiar, pagar las facturas a tiempo, ir pendientes de control de vacunas, citas, cosas por comprar, y un interminable etcétera de cosas que detallé en  mi columna “La carga mental de las mujeres” hace unos meses.

 

Cuando esta dinámica se equilibra un poco y se construye una práctica cooperativa, entonces surge la idea errónea de creer que nos hemos “ganado la lotería”. Cuando no lo asumimos así la gente nos lo recuerda: “pero, de qué te quejas, si tu compañero te ayuda”.

 

Lo que se conoce como “ayuda”, es ese esfuerzo que añadimos a una tarea que no consideramos propia o que es optativo darla u ofrecerla. Siendo así, cuando internalizamos que “nos ayudan” estamos asumiendo que es un acto de caridad, una actitud compasiva, una acción que tendemos a maximizar o celebrar porque no es lo que se espera, no es “lo correcto” o lo habitual. Con en el cuido de los hijos e hijas sucede algo similar; se asume que el cuido y todo lo relacionado el mismo, es labor de las mujeres de por vida. Involucrarse como padres también es un hecho que se celebra como pocos, es decir, un padre que se hace responsable por lo general obtiene lauros constantemente, aunque sea en cosas que haga muy específicas, de manera intermitente o esporádica. Recordemos que casi 40% de las madres del continente latinoamericano “crían solas” o “casi solas”, es decir, sin cooperación de la pareja, aunque estén en un vínculo afectivo estable dentro del cual ambos se han reproducido.

Lo que en ellos puede ser opcional, en las mujeres es obligatorio y si algo no sale bien la responsabilidad (más bien culpa) es de la madre; en eso no hay discusión. En ellos las pompas y el reconocimiento es constante porque se deduce que “está dando más de lo demandado por la sociedad”. Afortunadamente ha ido modificándose cada vez más la dinámica de roles a raíz de visibilizar esta forma de vasallaje, a la vez que se han adoptado políticas públicas e instrumentos legislativos que coadyuvan en el equilibrio de estos esfuerzos que deben ser comunes y equitativos.

Entonces, este fenómeno, al que se le denomina “triple carga de trabajo: laboral-materno-doméstico,  es el cimiento de otro fenómeno más complejo y profundo conocido como Feminización de la pobreza. La feminización de pobreza es la consecuencia directa del descalabro social producto de la inequidad. Las oportunidades de crecimiento y autonomía económicas, son más estrechas para las mujeres, sobre todo para las que asumen la triple carga de manera total, que no son pocas; estamos hablando de la mayoría. La mayoría tiene sus condiciones más precarizadas porque deben atender por mas horas tareas que no tienen remuneración alguna y de las que no se ocupa la totalidad de población, aun cuando en mayoría está conformada por seres completamente funcionales.

Hoy día esto es demostrable, según la OGDE  (2022), es 80% de la “masa desocupada” (léase bien, desocupada) son mujeres; de cada 3 personas fallecidas por hambre dos son mujeres y niñas; mas de 60% de la tasa total de desempleo corresponde a las mujeres y ganan menos por igual trabajo. Asimismo los trabajos más degradantes y de peor remuneración lo realizan estas; son el 72% de analfabetas hoy dia; apenas el 7% de las propiedades son de ellas y solo el 1% de la tierra a nivel global. Es resumidas cuentas, son las “dueñas y señoras de la casa”, pero en realidad propietarias de nada. Esto constituye el primer elemento que  se conecta de manera directa a demás formas de violencia. Mientras exista dependencia económica, entre otras inequidades, seguirán existiendo formas de sujeción más concretas y limitantes.

Una de las concepciones que ha mantenido esta fórmula de esclavitud es la idea de la falsa complementariedad.

 

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¿Qué es el mito de la complementariedad?

Aquel en el que nos hicieron creer que “yo en la casa cuidando” y “él en la calle buscando la manera de proveer” es el binomio perfecto. Todo eso suena tan lindo que por momentos creemos que es cierto. La contradicción ocurre cuando se desestructura la fórmula patriarcal, es decir, cuando el espacio privado deja de ser exclusivo de las mujeres. La artillería del prejuicio colectivo se activa para poner en duda cualquier dinámica que no sea la establecida como mandato. Un hombre que permita el intercambio de roles pondrá en entredicho su hombría y sus capacidades; el papel de poder que debe representar y encarnar. De la misma manera que la mujer que “abandone el espacio privado” para concretar condiciones materiales objetivas para la subsistencia, simplemente no está cumpliendo con el papel que la “naturaleza le ha reservado”. Es común oír que se trata de una mujer “desnaturalizada”. También puede advertirse que nos hemos metido con un “chulo” que no “hace nada” o solo está en su casa porque la mujer “trabaja”. Esto se debe a que la jerarquización de las actividades también jerarquiza a quienes las ejecutan, por lo que, siendo que se ha establecido que las mujeres que hacen labores domésticas “hacen labores menores y sin valor” de esa misma manera se dará tratamiento a  quien ocupe ese lugar. Los roles de género están distribuidos de una manera que no admite permuta o enroque alguno.

En síntesis, tal complementariedad queda establecida y aceptada en los términos que el patriarcado ha impuesto y que, como fórmula, es inalterable. El espacio del hogar es el de “no transcendencia”, el de “la indicernibilidad”  y el espacio del “no poder”. Las mujeres deciden el menú, el color de las cortinas, la marca de jabón, el diseño del hogar, el destino de la vacaciones, pero no el destino del país y del mundo, siendo que no participan  activamente (y en la mayoría que constituyen) en los espacios de decisión, porque están cautivas  y reinando en el espacio privado, convencidas del propósito de hacerlo bien para ser valoradas y además conformes si, de vez en cuando, se les presta una “ayuda”.

Es necesario apostar a fórmulas que sean más equitativas y que representen una igualdad sustantiva. No solo pasa por responsabilidades individuales de quienes se hagan conscientes de esta desfase acentuada en la modernidad, sino como política amplia y transversal a todo espacio público y privado.

Desde luego que, dejar de llamar “ayuda” a lo que es una responsabilidad, viene siendo, sin duda, el primer y gran paso colectivo que como sociedad debemos dar.

 

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María Alejandra Rendón Infante (Carabobo, 1986) es docente, poeta, ensayista, actriz y promotora cultural. Licenciada en Educación, mención lengua y literatura, egresada de la Universidad de Carabobo, y Magister en Literatura Venezolana egresada de la misma casa de estudios. Forma parte del Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte (Frapom) y es fundadora del Colectivo Literario Letra Franca y de la Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela.

PREMIOS

Bienal Nacional de Poesía Orlando Araujo en agosto de 2016 y el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2019 en poesía.

PUBLICACIONES

Sótanos (2005), Otros altares (2007), Aunque no diga lo correcto (2017), Antología sin descanso (2018), Razón doméstica (2018) y En defensa propia (2020).

 

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