La casa como refugio de la memoria

‎Me pasa la mamá de mis hermanas, por mensaje en Instagram, un vídeo de diez segundos. El de la casa que alquiló mi papá y donde se vivieron tantas historias hasta 1993. Me pasaron miles de imágenes las veces que repetí el vídeo. La nostalgia, lo vivido, las risas, el dolor, los amigos, la familia, los que ya no están, los que quedan. No es tan solo una casa.

calle Anzoátegui-Puerto Cabello-Marhisela Ron León

‎Entre la calle Anzoátegui y la calle Ustariz, una casa fue más que un espacio físico. Fue un escenario donde la infancia se desplegó, un refugio de sueños y recuerdos. Gastón Bachelard afirma: «Todo espacio verdaderamente habitado lleva la esencia de la noción de hogar», y esta casa, con su cocina oscura y su comedor de pantry, sus escaleras, su terraza llena de hojas de mango, es la prueba de ello.

El cuarto del medio no era solo un sitio para dormir, sino un universo propio, lleno de pequeños ritos cotidianos. El respiradero del baño. La nevera con escarcha, los bollitos con queso y margarina, el sonido del heladero en la calle: cada imagen se arraigó en la memoria como una forma de pertenencia. Bachelard nos recuerda: «La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño». En esta casa, los objetos y los rincones formaban un lenguaje íntimo, una geografía afectiva que aún hoy habita el pensamiento.

‎Los objetos como guardianes del tiempo

‎Los objetos en la casa no solo cumplían funciones prácticas, sino que eran testigos de la vida que transcurría entre sus paredes. La máquina de escribir en la sala, el teléfono de disco, los afiches de Snoopy en el cuarto de mis hermanas, la peinadora y su gaveta macabra: cada uno conservaba una historia. Bachelard señala: «Una casa constituye un cuerpo de imágenes que le dan a la humanidad pruebas o ilusiones de estabilidad». Estos objetos eran anclas en el tiempo, símbolos de una rutina que ofrecía seguridad.

‎Los sonidos que construyen la memoria

‎El eco de las alohas al bajar las escaleras, el ruido del taller y los trabajadores reunidos en el sindicato, los peruanos y su torno, el sonido de la pulidora que pasaban mis hermanas sobre el piso de granito, con música de fondo. El saludo de Linda, la periquita. La casa estaba llena de sonidos que marcaban el ritmo de los días. Para Bachelard, el espacio habitado no es solo visual, sino sonoro, táctil, olfativo. La música de los fines de semana, las cucharas quemadas cuando Dalila y yo hicimos caramelo, los autobuses que pasaban por la calle Anzoátegui: cada sonido tejía la atmósfera de ese hogar.

‎La casa como escenario de la vida

‎La casa no era un espacio inmóvil, sino el escenario donde la familia creció, celebró, sufrió. La novela «El desprecio», vista en familia en el televisor montado en la lavadora, el matrimonio de Thairí, sus cinturones y pulseras, el nacimiento de María José, las visitas de la abuela Praxedes y sus nietos. La noticia de la muerte de Berenice. La “permanente” de Yanhiré. Los amigos que se hicieron familia: Freddy Bermúdez, Schneider Guevara, Oswaldo García; las muchachas de «el frente». Cada acontecimiento dejó su huella, cada evento se imprimió en los muros de la casa como si fueran páginas de un libro.

calle Uztariz-Puerto cabello-Marhisela Ron León

‎Bachelard nos recuerda que la casa no solo protege el cuerpo, sino que sostiene el alma. Es ahí donde se aprenden los pequeños rituales que estructuran la vida: aprendí las capitales de los estados en vacaciones, Thairí me limpiaba los oídos con hisopos y, después de arreglarme, la onomatopeya «fiu fiuuu»; dormir juntos en la sala donde estaba el aire acondicionado. En cada uno de estos momentos se encuentra la verdadera esencia del hogar.

 

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‎El hogar como un espacio de transformación

‎Con el paso del tiempo, la casa se convierte en un recuerdo, pero no deja de existir. El botón de seguro de la puerta principal. Las escaleras. Los nísperos. El baño que está en el patio. Un novio de mi hermana mayor me subió cargada mientras me hacía la dormida. La vez que jugando con Dalila en las escaleras me quedé sin aire. La señora Toñita, delgada y de cabello corto, con vestidos floreados y sus catálogos de Avon. Caminar disfrazada de hawaiana por la calle Ustariz hacia el malecón, las comparsas. Para Bachelard: «La casa es un poder de integración para los pensamientos, recuerdos y sueños de la humanidad». Aunque la casa ya no sea habitada, sigue siendo un refugio en la memoria, un espacio que ha moldeado la percepción del mundo.

 

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Marhisela Ron León-columna-Ciudad Valencia

Marhisela Ron León (Puerto Cabello-Carabobo-Venezuela): Poeta, licenciada en Enfermería por la Universidad Nacional Experimental Politécnica de la Fuerza Armada. Ha realizado Talleres de poesía a través del Instituto Municipal de Cultura de Puerto Cabello; también de escritura creativa con Nanda Nieves y de narrativa en Corrección Perpetuum, Escuela de Escritores de Caracas. Íntimo (2010) Bonus (2022).

 

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